Un «Piccoletto» gigante…

Carlos Dickson Pérez
¿Y qué coño, quieres tú…?, solía decirme al final del estrés de los juegos.
Acababa de jugar su hijo Luigi DAntuono o los otros que también eran como sus hijos.
Aquello era una invitación retadora a acompañarlo a la maleta de su carro, en la que no faltaba nada.
«Whisky, ron, vino, cerveza, refresco…ma, que coño quieres tu, Carlo…»
Su bar rodante era su terapia relajante, una vez terminaban los partidos en los que fungía de delegado, o simplemente de barra de los chamos.
Esa era solamente una porción de la generosidad de aquel italiano espléndido, aunque su mujer Amarilis, criolla como la que más, era -hasta que desapareció- el árbitro del partido de su vida, que controlaba con tarjeta amarilla algún exceso.
D’Antuono fue durante mucho tiempo el alma del fútbol del Centro Ítalo de Caracas.
 Allí lo conocimos mientras buscábamos el talento de la cantera, que surtió prodigiosamente al Deportivo Italia, igualmente a los Mundialitos de Fútbol del Olímpico, inventados por el abogado deltano Luis Enrique Vargas.
Fasano, Cíchero, Cavallo, Mucci, Franco Rizzi , Stippa, Parrella, Restifo, Capasso, Morovic, Pacífici, Manino y pare de contar, se volvieron familiares en el léxico del fútbol venezolano.
Mucho de mecenazgo existía también detrás de aquellos apellidos, de padres, que bien posesionados como empresarios, apostarían por el talento de sus hijos.
La irrupción de italianos en el fútbol en nuestro país, tenía la contraseña de origen en hombres procedentes de la bota europea, que llegaron huyendo de las guerras, y que encontraron en el nuevo mundo un consuelo a sus nostalgias de tifosi del Juventus, Nápoli, Milan o el equipo de su región.
Antonio D’Antuono sumó con su brazo entre tantos paisanos, ayudando sin reservas.
Y así como para su hijo Gigi, que llegó a jugar los Mundialitos, en el Deportivo Italia y la Vinotinto juvenil, fue un auxilio permanente para esos chamos que llegaban sin más equipaje que sus esperanzas de ser grandes en el fútbol.
Que si los tacos, la ropita o cualquier necesidad de supervivencia, era atendida por este italiano buena gente por demás.
Alguien que nunca pidió tribuna ni mención absoluta en los eventos en los que contribuyó decisivamente a su éxito, como aquellos mundialitos inolvidables e inimitables del Olímpico de la UCV entre 1986 y 1990, con hasta 30 mil personas viendo chamos de 14 años.
Ahí estuve muy cerca del querido «Piccoletto» (pequeño en italiano), un gigante que nunca se cansó de ayudar y preguntar, «qué coño, quieres tú…».
Hoy le contesto, que lo único que quiero es…»Que Dios te reciba en su Santo Reino, querido Antonio. Tu cupo estaba reservado».
«Nos brindas un día que nos encontremos allá…».